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Antón Castro, autor de poesia, teatre, relats curts i novel·les, tant en castellà com en gallec, em cedeix, molt amablement, Noa, un relat inèdit que va escriure per a la seva filla quan una de les seves gosses va marxar.



Actualment té dues gosses: Lana (una mescla) i Zara (boxer). Abans també tenia a la Noa, de qui tracta aquest relat, una espècie de mastina que va morir misteriosament una nit. Potser enverinada, no ho sap amb seguretat.

El conte, mai publicat anteriorment, està escrit com si parlés la seva filla, que ara té tretze anys.



NOA

Per Antón Castro

Cuando nací estuvieron a punto de ponerme de nombre Noa. Al final, mis padres cambiaron de idea y me pusieron Sara. Cuando fueron a buscar a la perra que les acababan de regalar, un cachorro peludo y algodonoso, decidieron que se llamaría Noa.
Una vez me dijo mi padre que Noa era una cantante muy buena y, a la vez, un nombre fácil. Difícil de olvidar. Noa no pasaba inadvertida: antes de llegar a casa, en su primer viaje en nuestra furgoneta granate, puso a prueba la paciencia de mi madre: se meó. Una, dos, tres veces, con un pis amarillo que mojó el estuche de las cadenas para la nieve.
Ya en casa, pronto se hizo notar. Estaba en todas partes: en el ático, en el primer piso, en el sótano, donde había un montón de libros, o en el comedor y en la cocina. Se metía debajo de las mesas y allí se hacía fuerte: aquel era su territorio. Si estirabas el pie, gruñía. Y a veces te lanzaba un mordisco. Creo que nos mordió a todos, menos a mi abuela Isabel. A ella le tenía mucho respeto.
Para que os hagáis una idea: mordió las dos primeras escaleras de madera. A mi hermano Daniel le destrozó una edición inglesa ilustrada de ‘Rebelión en la granja’. Y no solo eso: se convirtió en especialista en destrozar gafas. En la óptica nos dijeron un día: “Si supiera esa Noa qué agradecidos le estamos aquí…”
Todos la sacábamos de paseo: mi padre por la explanada por la mañana y a medianoche, mi madre por el trozo de jardín colectivo, mis hermanos pequeños por los alrededores del campo de fútbol. Crecía y crecía. Tenía una piel suave. Era una mastina del Pirineo. A veces, si no nos dábamos cuenta, se subía a las camas. La que más le gustaba era la mía. Mi habitación era la más bonita, rosada, con una mesa de estudio y la cama más bien baja, y una luz muy especial: blanquísima por la mañana y dorada por la tarde. Mi padre me dijo un día: “Tu cuarto tiene una claridad de oro viejo”. Cosas raras de papá.
Noa era muy particular. Siempre tenía hambre. Le gustaba salir al jardín a beber. Hacia las siete de la tarde, se ponía a ladrar con insistencia. Casi furiosamente. Todos los días lo hacía con una puntualidad incómoda. Una de las vecinas de la urbanización le dijo a mi madre: “¿No podríamos hacer algo con la perra? Tengo gemelas y no las deja dormir”.
Noa no lo entendía. Aunque la amenazases con un palo o le golpeases un poco en el lomo. Nada. Ladraba y ladraba a las siete. Todos teníamos alguna señal de la perra: era buena, pero también tenía miedo y se volvía arisca. Y entonces podía pasar cualquier cosa.
A mi madre le ofrecieron una casa nueva con terreno y árboles frutales. Nos cambiamos. “Ahora Noa tendrá sitio para correr”, nos dijo. Fue y no fue así. A los pocos días, Noa empezó a aumentar la intensidad y la frecuencia de sus ladridos.
A veces desesperaba a mi padre. La miraba bajo la higuera o cerca del portal, y le gritaba: “Calla, Noa. Calla”. Y Noa no callaba. O lo hacía cuando le daba la gana. Un día el vecino de al lado, que tenía siete perros sueltos en su jardín, nos dijo que nuestra perra no le dejaba ni echar la siesta ni dormir por la noche. Que se había puesto tapones en los oídos, que había colocado doble ventana y que se tomaba tranquilizantes, pero ni así. Noa no lo dejaba dormir ni ver una película en paz.
Nos dijo que era cazador y que cualquier día le iba a meter un tiro. O seis tiros. A la perra y a nosotros. Mi padre empezó a ponerse nervioso. Más que nervioso, empezó a preocuparse. Le gusta estar tranquilo con los vecinos y consigo mismo. Es muy mirado. Mi madre es más valiente; mucho más: si hay que discutir se discute. Noa consiguió lo que quería: todas las noches se recluía en casa y dormía sobre la alfombra o bajo la mesa del comedor.
A veces, si nos despistábamos, se escapaba a las fincas, a las casas vecinas y al canal. ¿Quién puede saber dónde iba? ¿Qué haría tanto rato lejos de casa? Regresaba al atardecer, con las orejas caídas, sucia y maloliente. Mis hermanos pequeños decían que les daba mucho asco. Un poco sí daba, desde luego. Se metía debajo de la mesa, se estiraba y, ¡cuidado!, que nadie se acercase a ella con los zapatos. Por cierto, no sé si lo he dicho, le encantaban los zapatos. Noa era una ladrona de zapatos. Y de zapatillas de dormir. Y de revistas. Y de muñecas. Y de pendientes y collares.
Hace poco, unos días después de que yo cumpliese doce años y Noa diez, ocurrió algo muy raro. Por las noches tengo miedo a la oscuridad. Me despertó algo: pensé que era el viento que se había vuelto loco y agitaba los árboles, pero era Noa que respiraba con dificultad. Me acerqué y estaba tumbada en la entrada con la mirada perdida, sin poder moverse.
Se lo dije a mi madre. Y a mi padre. Después de comer, mi hermana y mi madre la llevaron al veterinario, que se llama Gabriel y que tiene un compañero, Míkel, que es el único que la domina en la clínica. Igual que mi abuela Isabel en casa. A Gabriel lo mordió una vez y aún lo recuerda con algo de prevención.
“Noa se ha marchado muy lejos a ver si la curan”, me dijo mi madre. Sacó como un cuadro o un libro de una bolsa, lo desempaquetó y en un marco apareció el retrato de Noa en una fotografía a todo color. Mi madre me miró y añadió: “No sé cuándo volverá, pero mientras la tendremos aquí, en tu cuarto, donde a ella tanto le gustaba estar”.
Esa misma tarde, al regresar del trabajo, mi padre vio cerca de nuestra casa una perra grande, blanca y algodonosa, que era idéntica a Noa.



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